Diario del aislamiento Día 7: Ironías del presidio




El sábado de aislamiento lo dedicaremos a fabular y contar mentiras, tralará. O, a lo mejor, nos dará por contar únicamente lo que pasa, que es lo suficientemente extraño e irónico como para no necesitar mucha imaginación añadida. 


En diciembre de 2019 los líderes mundiales (o más bien muchos segundones de gobiernos de grandes países) mostraron su incapacidad para llegar a un acuerdo que limitara el proceso de destrucción sistemática del medio ambiente que asociaciones ecologistas y colectivos científicos vienen denunciando desde hace años. De nada sirvieron los estudios que apuntalaban un futuro sombrío de plástico y polución, ni las imágenes aéreas de enormes islas de envases que van a la deriva por los océanos, ni las boinas perpetuas sobre el cielo de las ciudades. Ni China ni EEUU ni otros grandes responsables del desastre tuvieron a bien ponerse de acuerdo. El tema se convirtió una vez más en político, y el mundo se dividió entre aquellos que creen lo que dice la ciencia y aquellos que creen lo que les sale de las narices. 


En esos mismos días aparece precisamente en China un virus desconocido, la mutación de un microorganismo que llegaba a los humanos posiblemente como guarnición involuntaria de un chop-suey de pangolín. La infección crece durante el Año Nuevo Chino y las autoridades sanitarias chinas reaccionan con cierta rapidez y con una contundencia que en Occidente nos resulta chocante ante lo que, en el momento, se supone que es una gripe como otra cualquiera. Estos chinos, así son ellos, hay que ver cómo se toman las cosas … ahora les da por hacer un hospital gigante en una semana, claro, como son tantos. El choteo crece cuando los restaurantes chinos y los comercios de Usera cierran al unísono, pero más de uno levanta una ceja cuando Rusia anuncia que cierra 4.500 km de frontera, una medida extrema que suena a tiempos de guerra. 


El virus parece no salir de China cuando en Italia aparecen los primeros casos durante el mes de enero y febrero. Quizás importado por alguno de los miles de turistas chinos que abarrotan la intransitable Venecia durante las vacaciones de año nuevo, el virus se expande rápidamente por el norte del país. Italia, cuyo gobierno ha sido el más beligerante a la hora de impedir la entrada de refugiados africanos que huyen de guerras y hambrunas esgrimiendo entre otros motivos de sanidad pública, ve cómo tiene que ir confinando poblaciones enteras. Los ciudadanos italianos empiezan a ser vistos con miedo y cierta repulsión en otros lugares del mundo, el mismo miedo y repulsión que sus gobernantes muestran hacia las pateras cargadas de desplazados. 


En Europa se empiezan a tomar medidas. Algunos países fronterizos con Italia ponen sus barbas a remojar y adoptan medidas similares pero más leves. En el norte hay un enfoque diferente: la inmunización social. Boris Johnson es el adalid de este enfoque, que lleva a tomar muchas menos medidas que en otros países en la confianza de que será la sociedad quien espontáneamente genere sus propios anticuerpos. Morirán los más débiles sin que el Estado pueda o quiera hacer nada, piensa Johnson, pero estos iban a morir de todas formas así que qué le vamos a hacer, oiga. Al menos así no paralizaremos la producción o el consumo y, cuando esto pase, tendremos una economía mucho más fuerte que la de los vecinos (algo que necesitamos ahora que estamos solos gracias al Brexit). Se toman medidas similares en Suecia y Países Bajos, que comparten escepticismo frente a la histeria desencadenada en el Sur. 


Las medidas de Johnson no parecen convencer a su gran aliado y referente capilar Donald Trump, que decreta la prohibición de vuelos provenientes del Reino Unido poco después de estallar la pandemia. EEUU, por su parte, se encuentra en una situación delicada: con un presidente negacionista de todo lo que no haya podido demostrar él mismo en menos de cinco minutos con la ayuda de un ábaco, sin un sistema sanitario público en condiciones y en pleno proceso pre-electoral. Trump, controvertido y bocazas, fiaba la reelección a la marcha de la economía que ahora mismo se desploma, dejando entrever un gravísimo problema social causado por el alto precio de los seguros médicos. EEUU tiembla viendo cómo su condición de primera potencia, ya cuestionada, se tambalea definitivamente por culpa de un virus que veranea en un pangolín. La población estadounidense empieza a sentir el pánico y algunos se plantean dejar el país e ir al Sur, donde el tiempo cálido probablemente mitigue la peligrosidad del virus. No podrán por culpa de un muro levantado recientemente por el mismo presidente anaranjado que les niega la sanidad pública. Del otro lado de la valla, donde los contagios son pocos, los mexicanos refuerzan ahora sus cimientos y alambres de espino para evitar la entrada de la horda yanqui infectada y empobrecida. 


España, a todo esto, se ha convertido rápidamente en el segundo país europeo con más infectados, tras Italia. Y todo llega en un momento raro. En España solo se ha conseguido formar gobierno tras una moción de censura, dos elecciones y un pacto de gobierno novedoso que vive en alambre por la volatilidad de los apoyos y el mesianismo de los dos líderes de los partidos que lo forman. Sánchez e Iglesias llegaron por fin a un acuerdo de gobierno tras muchos problemas, y entran al mundo real por la puerta grande. Mientas el presidente se veía a sí mismo entrando en las cumbres mundiales con sus andares copiados de Obama, el vicepresidente se imaginaba pontificando una revolución pactada y con letra pequeña a una sociedad anestesiada e instagramizada, manejable a golpe de eslogan. La realidad es otra, y de buenas a primeras se encuentran manejando una crisis de dimensiones mundiales desde el mismísimo núcleo del volcán. No contarán además con el apoyo de sus mujeres cuando todo el mundo intuye que son ambas las que realmente manejan el cotarro. Ambas pudieron enfermar, además, durante la manifestación en apoyo de la mujer del 8 de marzo, una concentración multitudinaria autorizada en vísperas del confinamiento para no soliviantar a un colectivo en principio afín al gobierno y contra el consejo de los especialistas y el sentido común. Esta paradoja les perseguirá toda la legislatura. 


Pedro Sánchez comparece con gesto grave y cara de pánico para decretar el estado de alarma; no es capaz de renunciar a su coquetería ni en esta hora grave y hace hincapié al menos dos veces en cuál será el futuro de las peluquerías. Centenares de miles de peliteñidos respiran aliviados al saber que el final de la cuarentena no desvelará el color de sus raíces y prometen el voto eterno a Pedro Sánchez quien, una vez más, demuestra saber ganarse a los colectivos clave. A partir de ese momento, no obstante, limitará sus intervenciones y entrega la cara visible de la crisis a una eminencia médica con vocecita, jersey y una espesura de cejas que crece al mismo ritmo que la pandemia. A pesar de haber gestionado ya varias situaciones similares, su quehacer será puesto en cuestión por una multitud de españoles caña en mano, repentinos expertos en epidemiología. 


El epicentro de la pandemia es la capital, Madrid. Los números de infectados e internados suben y suben y, al menos los primeros días, el desconcierto es general. Se decreta el cierre de bares, terrazas y comercios para evitar la proximidad social pero los madrileños se echan en masa a los parques para dar paseos, todos juntitos. El alcalde Almeida, poco popular por su aspecto de personaje de Rompetechos y por gobernar gracias a una frágil coalición apuntalada por la extrema derecha, aprovecha el revuelo para criticar al gobierno y reclamar mano dura para cerrar a cal y canto la ciudad, competencia de la que carece su cabildo. La medida termina por tomarse y el alcalde lo interpreta como un triunfo personal; no cae, empero, en que la ausencia de actividad y tráfico va a reducir hasta mínimos históricos la contaminación en la ciudad, lo que directamente hace volar por los aires sus argumentos para desbaratar la medida estrella de su predecesora en el cargo. Para evitar males mayores, Almeida opta desde entonces por el silencio y el camuflaje, estrategia que sin duda le será propicia para su futuro político. 


Junto con Almeida, el futuro de la ciudad está en manos de la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, quien, siempre con los ojos muy abiertos y una piel cerúlea que recuerda a la de las monjas de clausura, aprovecha también para torpedear la figura del presidente del gobierno cada vez que tiene ocasión. Inspirada por su predecesora y mentora Esperanza Aguirre, carga contra todo lo que huela a partido de izquierdas con palabras extremas y argumentos discutibles. Denuncia ineficacia, malas prácticas y retención de material en la frontera, y cuando se le piden más detalles simplemente dice que eso no es cosa suya y que los del gobierno son más malos que la quina.

Hay quien interpreta esta postura como una forma de desviar la atención del centro de la batalla, esto es, el posible colapso de la sanidad publica madrileña. Ésta, antaño modélica y solidísima, se ha visto debilitada por las políticas privatizadoras que el partido de la presidenta Ayuso viene aplicando desde los tiempos de su predecesora, que se enfrentó a una movilización de los profesionales del sector vestidos de verde. Gran parte del electorado vio estas movilizaciones como una rabieta de funcionario perezoso que no quiere renunciar a sus privilegios; esta misma parte del electorado sale ahora a diario a las 20:00 a tocar las palmas y las cacerolas para agradecer a los manifestantes que se empleen con valor de fiera mal pagada a la situación y, al mismo tiempo, para desear que estén en plena forma no sea que les toque la china a los de la cacerola y se vean en sus manos. Paradójicamente, Esperanza Aguirre, el azote de la sanidad pública, resulta infectada por el virus e internada precisamente en un hospital de los que quiso privatizar. Su salud, que Dios guarde muchos años, se encuentra ahora en manos del colectivo que ella misma despreció y que ahora opera bajo el mando supremo de la antigua community manager de su perro, Pecas. 


Cataluña es el otro gran foco de la infección en territorio peninsular. Su díscolo presidente Torra, siempre cómodo atrayendo los focos en los meses anteriores a la crisis, ve ahora no solo que la voluntad por agitar el conflicto independentista pasa a un plano mucho más que secundario sino que va a necesitar el apoyo del gobierno central y hasta de la Guardia Civil y el Ejército para garantizar la seguridad de la población. Enrabietado, acude a las cumbres autonómicas pero no sale en la foto, usa la ayuda pero no la agradece, se asegura de que su opinión siempre sea diferente y de no salir en la foto. Aprovecha el revuelo causado por un chiste desagradable en twitter de una dirigente independentista exiliada a Escocia y jaleado por Puigdemont desde su propio confinamiento belga para azuzar el debate, se crece y programa una entrevista en la BBC. Sus declaraciones denunciando la irresponsabilidad del gobierno y apelando al resto de estados europeos a intervenir en ayuda de Cataluña crean malestar en el gobierno y se ve obligado a recular y echar la culpa al periodista y al traductor, ese recurso manido que ya no se cree ni el gato Jinkx. Fogoso, Torra ha enviado ya cartas a varios mandatarios europeos pidiendo ayuda casi de rodillas para salvar a su pueblo del maligno gobierno central. Muy a su pesar, su imagen de puerta en puerta pidiendo ayuda entre sollozos y rompiéndose la camisa recuerda estos días a la de un personaje central de la historia de España, Juana la Loca. 


¿Y el resto de España? Tras multitud de manifestaciones y protestas, la España vaciada y rural es ahora la envidia del país. Abandonados e ignorados durante décadas, los pueblos viven ahora con placidez los días más duros del aislamiento. Envidiados por la asustada turba urbana, los habitantes de los pueblos ven ahora con sorna cómo todo el mundo se acuerda de repente de sus raíces camperas y montaraces. Las salidas de las ciudades se colapsan, llenas de coches que intentan huir para pasar la cuarentena en sus cómodas casas de veraneo, llevando el virus de Wuhan a los lugareños que llevan años despreciando. En algunos pueblos los visitantes, sobre todo madrileños pero también bilbaínos, valencianos y barceloneses, son mal recibidos cuando no directamente apedreados por aquellos que juraron aprovechar la ocasión para medirles el lomo tras tantas y tantas fiestas patronales arruinadas por los arrogantes turistas. 


¿Y el resto del Mundo? Tras unas semanas de pandemia, el mundo está parado, acuartelado, metido en sus propios armarios roperos. La parada en la producción y el transporte da un respiro valiosísimo al medio ambiente, que se recupera en pocos días y deja en evidencia que, en esta lucha de poderes, la que realmente tiene fuerza es la naturaleza. China, líder en contaminación, ve cómo sus cielos están más limpios tras unas semanas de parón; Venecia, ciudad impracticable y paradigma del problema del turismo moderno, ve cómo sus canales se limpian, las aguas se vuelven transparentes y se ve el fondo de sus canales. Curiosamente, ninguno de los turistas chinos y de otros países que han abarrotado puentes y plazas de la ciudad durante años serán capaces de ver esta imagen, que es precisamente la que buscaban en su viaje. 


En China, el origen del virus, la curva de infectados y víctimas empieza a retroceder. Las medidas tomadas por el gobierno, la colaboración de la población (desde Wuhan hasta Usera) y el enorme esfuerzo de sus sofisticados equipos científicos empiezan a dar resultado. China, casi liberada, empieza a celebrar y presumir mientras el mundo se adentra en la tiniebla. Al contrario de lo esperado, al menos por algunos, China empiezan a enviar material médico y sanitario a Europa, el mundo al revés. Los chinos, tradicional fuente de chistes y desconfianza, son ahora un modelo de solidaridad y disciplina, de entereza ante la crisis, de vanguardia médica. Los chinos de Madrid regalan sus mascarillas a la policía de Madrid y lo hacen ante las cámaras, mandando un mensaje. Europa vuelve sus ojos enrojecidos hacia Oriente y el presidente naranja de Estados Unidos ve cómo lo que antes era un país amenazante y comunista del que desconfiar, se convierte ahora en la última esperanza para sus antiguos socios europeos, a los que recientemente ha despreciado. Solo Boris Johnson, que empieza a recular en su postura y decreta medidas parecidas al resto de países que parecen llegar con retraso, parece seguir confiando en el liderazgo de los americanos. Su postura, sin embargo, no parece sólida hoy en día. 


No me digan que no seria curioso que pasara algo de esto. 
Mientras tanto, Tom Petty para ilustrar el momento que vivimos.

Continuará.




Playlist para el día 7, gentileza de Mighty Mighty Blanca DB: 
Isn't it ironic, don't you think?

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