Diario del aislamiento Día 11: Dos batallitas y una reflexión
Once días metidos en casa viendo cómo fuera
arrecia la tormenta, y parece que no pasará rápido. Viendo lo que están
haciendo ahí fuera sanitarios, policías, limpiadores, militares, resulta
imposible preguntarse entre serie de Netflix y tabla de pilates online si nosotros,
ciudadanos enclaustrados y sin misión específica estos días, estamos a la
altura.
En un partido de
la Liga Celta de rugby entre los galeses de Scarlets y los irlandeses de
Leinster se desencadenó una pelea monumental. Una pelea de rugby antiguo, de
esas de todos contra todos con dos, tres focos de puñetazos a la vez, con la
grada rugiendo entre divertida e indignada. Los árbitros no daban abasto para
parar las broncas porque según acababa una empezaba otra a diez o veinte metros
de la primera con diferentes contendientes. Los dos equipos en pleno repartían leña
en todas direcciones, volaban los puños, rodaba la gente por los suelos, se
sucedían agarrones, empujones e insultos.
Harto, el árbitro
galés Nigel Owens, quizás el mejor del mundo, pareció llamar a los capitanes.
Esto es lo normal en rugby para que estos pongan orden entre sus jugadores por
ser la máxima autoridad de cada equipo en el campo. Cuando los capitanes
llegaron, se dieron cuenta de Owens, famoso por sus frases certeras durante los
partidos, no les llamaba solo a ellos. Con gestos dejaba claro que quería que
se acercaran más jugadores. Las dos delanteras en pleno, 16 tipos de un mínimo
de 1.90 y 100kg por barba, se plantaron en el círculo central en torno a Owens.
Este, sin embargo, seguía haciendo gestos. No quería ver solo a los capitanes,
ni solo a los delanteros: quería que se juntaran los 15 jugadores de cada
equipo. Los 30. Todos.
Cuando todos
estuvieron reunidos, entre el regocijo del público y el cachondeo de los
comentaristas, Owens tomó la palabra. En rugby, al contrario que en fútbol, el
árbitro lleva un micrófono conectado a la realización para que todo el mundo
pueda escuchar qué dice y decide, con lo que el discurso de Nigel Owens iba a
ser televisado en directo. En el centro de un círculo formado por 30
deportistas profesionales de élite, bien pagados, famosos y en su mejor momento
profesional, Owens les afeó a voces su conducta en el campo y el hecho de que
hubieran empezado peleas a sus espaldas, creando un espectáculo lamentable en
un estadio lleno de gente, incluidos niños. La estampa era entre enternecedora
y ridícula: ante una grada repleta y con una señal de televisión en directo, un
señor regañaba a unos tíos como castillos que, intimidados por las cosas tan
lógicas que decía el árbitro, miraban al suelo avergonzados poniendo cara de
gatito desvalido.
La bronca arbitral terminó con una frase que todos los
aficionados al rugby recuerdan: “Son ustedes adultos, y se les tratará como
adultos siempre y cuando se comporten como tales”.
Pueden ver mas joyas de Nigel Owens en este video:
*
Fui uno de los
últimos españoles en hacer la mili, creo. A mediados de los 90 me tocó hacer el
servicio militar en una base militar cercana a Madrid, en un regimiento
bastante duro. El grueso de los reclutas eran chavales con 18 años recién
cumplidos, muchos de ellos sin estudios básicos y con un futuro complicado
porque su única salida eran trabajos poco cualificados en el campo o en
fábricas. El departamento de selección de personal del Ejército de Tierra hacía
bien su trabajo: para un Regimiento de Infantería destinado a seguir a los
tanques y poner las primeras botas sobre las zonas enemigas, lo que hace falta
es carne de cañón.
En aquella época
yo había terminado la carrera y un curso de postgrado y era por tanto de los más
mayores del Regimiento. También de los que más
formación tenía, dado que solo éramos cinco o seis universitarios por
reemplazo, y en total entrabamos unos 200. Creo que por ello asistía con más
asombro que los demás a todo lo que pasaba: las voces innecesarias y constantes
de los mandos, la incapacidad de la tropa para entender instrucciones
sencillas, la repetición hasta el infinito de los mismos errores en la
instrucción con los consiguientes arrestos para toda la compañía. Al tedio
inherente al servicio militar se unía la irritante sensación de ser tratado
continuamente como un niño pequeño.
Los mandos, en
general, eran distantes y poco amables. Había por supuesto gente cabal,
profesional y educada, pero, al ser una unidad dura, muchos venían a hacer
méritos rápidos para ser destinados a otras mejores, así que tenían prisa por
cerrar su ciclo allí y no tenían interés en hacer amigos. Muchos eran
maleducados y ruidosos, antipáticos con la tropa y serviles ante sus
superiores, abusones, algunos borrachines. Y aún así, entre todos destacaba,
por odioso, el capitán de mi compañía. Este capitán, al que llamaremos Jémez
aunque no se llamaba así pero casi, era unos cinco o seis años mayor que yo,
fino de cabos, enjuto como un castellano viejo, con los ojos juntos y un cierto
prognatismo. Nunca sonreía, rara vez hablaba y cuando lo hacía se aseguraba de
aterrorizar al pobre recluta rural que tenía enfrente: hablaba alto, apretaba
la mandíbula hasta que se le marcara, solo usaba imperativos y silencios. Yo
solo hablé con él una vez en seis meses: fui a pedir un permiso de horas para
examinarme de Políticas en la UNED y me lo negó con el curioso argumento de que
él también tenía una carrera, la militar, y no pedía permisos de horas. Ante
esta lógica abrumadora lo di por imposible. Perdí la convocatoria y me examiné
en septiembre.
Pocos años después de licenciarme, qué cosas, me lo encontré en un bar
tomando copas. No es que me acordase mucho de la mili en ese preciso momento,
pero esa barbilla prominente era inolvidable. Animado por la seguridad que
provoca el gin-tonic y con la sensación de que alguien me debía una
explicación, me animé a hablar con él. Me presenté, le dije de qué le conocía,
entablé una conversación educada y vi que el tipo respondía con interés; sin
duda le había pasado antes y a su ego de Rambo le gustaba que los antiguos
reclutas se le acercaran, aún asustados, en señal de respeto y casi de
sumisión. No iba a ser el caso.
Como vi que
entraba al trapo, fui haciendo preguntas algo más complejas, recordándole
episodios; cuando intentaba zafarse, le recordaba que al fin y al cabo es un
funcionario público que debe una explicación al contribuyente, algo que no le hacía
mucha gracia pero no se veía en posición de rebatir. Lo que buscaba era una
explicación de por qué se trata a la gente de esa manera en la mili, y confiaba
en el fondo en tener una respuesta convincente, algo así como “ lo que hacemos lo hacemos porque tenemos que
lidiar con gente de todo tipo de formación y personalidad y formarles para
reaccionar en circunstancias extremas; por duro que suene, la única manera es
rebajar al mínimo común el tono y crear una especie de miedo, casi anular la
voluntad para que la gente no dude en acatar una orden incluso cuando lo que le
pide el cuerpo es hacer lo contrario”.
Nada de eso. Lo que me encontré en cambio fue un tipo orgulloso de sus malas formas y de su mala reputación, incapaz de hacer la reflexión anterior. Pensaba en la mili como una situación normal en la que cierta gente, los soldados de reemplazo, debía prestar una sumisión natural a un grupo superior, los mandos. Hablaba de un enemigo que no existía, de un deber que nadie veía, de un mundo que solo existía en su cabeza. Le brillaban los ojos hablando de maniobras militares y victorias en torneos deportivos entre regimientos como si todo fueran unos campeonatos florales organizados para un grupo de familias que llevaban jugando a lo mismo varios siglos. Los planteamientos eran adolescentes y los argumentos pueriles, hasta el punto de tener que dar por terminada la conversación al poco rato por quedar claro que no había mucho más que rascar.
Nada de eso. Lo que me encontré en cambio fue un tipo orgulloso de sus malas formas y de su mala reputación, incapaz de hacer la reflexión anterior. Pensaba en la mili como una situación normal en la que cierta gente, los soldados de reemplazo, debía prestar una sumisión natural a un grupo superior, los mandos. Hablaba de un enemigo que no existía, de un deber que nadie veía, de un mundo que solo existía en su cabeza. Le brillaban los ojos hablando de maniobras militares y victorias en torneos deportivos entre regimientos como si todo fueran unos campeonatos florales organizados para un grupo de familias que llevaban jugando a lo mismo varios siglos. Los planteamientos eran adolescentes y los argumentos pueriles, hasta el punto de tener que dar por terminada la conversación al poco rato por quedar claro que no había mucho más que rascar.
A pesar de su arrogancia, su simpleza y su falta de tacto, no
me pareció un mal tipo: me pareció un niño. Un niño cuyo trabajo era lidiar con
niños, un niño al mando de niños.
*
En una situación
como la presente, se puede tratar a la gente como adultos o como niños. Tratar
a la gente como adultos implica dar información, explicar la situación y las
consecuencias de cada acto, dar normas y guías para encarar el presente y el
futuro. Como adultos, los que reciben la información y las normas deberían
procesarlas, aplicar el sentido común y cobrar conciencia de la responsabilidad
de cada uno. Una vez informados de cómo se contagia el virus, uno espera de un
adulto que haga lo necesario para no propagarlo. Explicado el riesgo de
compartir información de fuentes no contrastadas, uno confía en que la gente no
la difunda, no la fomente, no la jalee. Sin necesidad de tener que explicar
nada, uno espera que la gente entienda que la situación no es fácil, que hay
que tomar decisiones capitales en cuestión de horas y no se tiene referencia
previa para saber qué funciona y qué no. Que los que están en ciertos puestos
están mucho más preparados para su misión que el resto y que lo intentan hacer
lo mejor posible, lo que merece quizás admiración, al menos respeto y como poco
la prudencia de no criticar sin base mientras dura la tormenta.
El éxodo masivo a
los lugares de veraneo de los primeros días, las detenciones diarias de gente
que se salta a la torera el confinamiento y pone en riesgo a los demás para
poder correr en el parque, hacer un botellón o participar en una orgía nos hace
pensar que no lidiamos con adultos. Las tiendas llenas de señores mayores, la
gente que va al supermercado a cinco kilómetros de distancia para estirar las
piernas y la histeria desatada por el papel higiénico y el arroz sugieren que
el índice de madurez es más bien bajo a cualquier edad. Mas grave aún, el ping
pong de acusaciones entre políticos a través de twitter en vez de por cauces más
discretos, las referencias a los anticuerpos españoles, las comparecencias
públicas sin mascarilla cuando el cónyuge está infectado, el aprovechamiento de
cualquier mala noticia para erosionar las posiciones rivales en preparación de
las próximas elecciones, la negativa absoluta a asumir cualquier tipo de error
para blindar los futuros debates sobre la gestión de la crisis indican que
tampoco en la zona donde se toman las decisiones cruciales hay demasiados
adultos.
No reconforta
pensar que en una de las situaciones más graves que nos ha tocado vivir, todo
se reduce, al final, a un montón de niños al mando de niños.
Playlist para
el día 11, gentileza de la 11 veces grande Blanca DB:
Teach your children
Iba a decir algo, pero era un exabrupto, mejor me callo. Putos niños. Un abrazo, Maestro.
ResponderEliminarpero que bien lo haces cada dia......eres un mago de la escritura y tu amiga blanca una diosa de la buena musica....que pareja que nunca olvidare en estos dias de encierro.....un abrazote a los dos desde barcelona
ResponderEliminary esto que editas cada dia aqui con blanca solo sale en tu blog y no lo publicas en ningun otro sitio??......un saludo de valentinpop que te sigo cada dia desde que me entere en su face...
ResponderEliminarMuchas gracias, estamos abrumados ademas de confinados!
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