Diario del aislamiento Día 14: Ironías del presidio (II)




Segunda entrega del relato fabulado de la pandemia (la primera entrega aqui). ¿Fabulado? Quizás no.



Tras dos semanas confinados, seguimos viendo noticias que invitan al desánimo. Las cifras son malas en Italia, foco principal de la pandemia en Europa, pero las cifras de España son igual si no más alarmantes. La famosa curva sigue resistiéndose a mostrar el punto de inflexión y hasta ahora es una línea ascendente casi vertical que sigue y sigue subiendo sin que se adivine el pico. La ciencia dice que llegará en los próximos días, quizás tres o cuatro, y en la ciencia confiamos ahora ciegamente aunque la ignoramos casi todo el tiempo, sobre todo cuando las cosas van bien. 

En nuestro entorno cercano, Francia aguanta el tirón aunque ha tenido que encerrar a la población en casa. Países Bajos y los nórdicos contienen la ola y siguen creyendo en la inmunidad grupal y solo Alemania parece mostrar cifras que invitan al optimismo. El porqué de esa baja incidencia en la población alemana es en cierto modo misteriosa: hay quien la achaca a la rápida intervención de las autoridades a la hora de hacer tests masivos, hay quien ve una contabilización poco ortodoxa de los enfermos, y hasta hay quien ve en esto una prueba irrefutable de la superioridad del pueblo teutón, el mismo que lleva sandalias con calcetines y baila en corro en Benidorm al son de “Los Pajaritos”. 

Esta última opción, la genetista, parece que ha calado parcialmente entre los países del norte de Europa, que vuelven a mirar con desconfianza a sus desordenados vecinos del sur. La vieja fractura entre el norte luterano, austero y emprendedor y el sur católico, vociferante y vive-la-vida que pensábamos olvidada y cerrada con siete llaves bajo la losa de la Unión Europea emerge en cada crisis con la misma velocidad con la que el pánico ciudadano arrasa las estanterías del papel higiénico. La Unión, que entre otras cosas se supone que está para estas cosas, muestra una desunión absoluta ante la crisis. Cada país compra cosas para sí, compitiendo en los mercados internacionales con sus socios y elevando de esta manera los preicos; el Parlamento o la Comisión se ven incapaces de alcanzar una resolución común dada la desconfianza de los países del norte, hartos segun ellos de tener que apretarse el cinturón para que Italia y España sobrevivan a su propia mala gestión, como pasó con Grecia, Irlanda y también Portugal en la última gran recesión. En el debate el representante holandés se permite faltar al respeto a Italia y España preguntado cómo es posible que no tengan reservas suficientes ahora tras 7 años de bonanza. La pregunta, que en el fondo parece pertinente, se hace con retintín protestante y tonillo Rottenmeier, lo que provoca la reacción airada del presidente portugués en defensa de sus vecinos, bendito sea. Si la crisis sirviera para que desde España mirásemos de una vez a los portugueses con el respeto y la admiración que merecen, habría servido para mucho. 

Esta fractura norte-sur amenaza con convertirse en una fuente creciente de reproches que, como en 2008, mostrará al mundo todas las costuras de la Unión Europea, demostrando que uno de los proyectos aparentemente más admirables del Viejo Mundo se puede venir al traste por unas mascarillas. 



Las únicas buenas noticias vienen de Oriente: Corea parece tener controlado el brote gracias a la disciplina de la población y el reparto masivo de mascarillas y gel desinfectante desde el primer momento de la crisis, además de los tests. Singapur también basa su éxito en los tests masivos y marca el camino a seguir, siempre y cuando el territorio y población sean limitados y los medios abundantes. China también canta victoria, y se ocupa de hacerlo por altavoces y con videos gigantes que muestran las caras de sanitarios triunfantes despojándose de sus mascarillas en grandes pantallas de leds que recuerdan a Blade Runner. 

China, que arrancó la crisis con cara de culpabilidad por haber engendrado el bicho y el estigma de ser un país de comedores de pangolín, ha hecho todo lo posible por ser el primero en aparecer triunfante. Sabe que es su oportunidad para presentarse al mundo como una potencia tecnológica e industrial capaz de hacer hospitales en diez días, confinar a su disciplinada población ocho semanas y vencer a la infección en diez. Sabe que los países europeos están desesperados y van a girar sus ojos hacia su gigante capacidad de producción de bienes y experiencia con la pandemia: la oportunidad de convertirse en referente en la parte más preciada del mercado mundial y desbancar a Estados Unidos es única y no quiere desperdiciarla. Ve con codicia y media sonrisa cómo los países se lanzan a la carrera para comprarle material médico y, a la vez, su aparato de comunicación acelera y envía cargamentos de ayuda en forma de mascarillas y guantes. Lo nunca visto, China enviando ayuda humanitaria al Primer Mundo, los tiempos están cambiando. 

Sin embargo, esta prometedora dinámica chino-evangelizadora es frágil. Basta una partida de tests encargada por el bisoño gobierno español para que toda esta imagen se venga por tierra: de un plumazo China pasa de ser vista como un Silicon Valley planetario a una enorme tienda de productos de imitación sin garantías ni patentes, un nido de pícaros a los que les da igual el resto, un Aliexpress global que se aprovecha de la inocencia de los que creen comprar una orquídea y reciben un geranio.



Al otro lado del Canal de la Mancha, mientras tanto, el Reino Unido ve cómo las firmes convicciones de su extravagante gobierno han durado solo una semana. Boris Johnson, principal defensor de la teoría de la inmunidad social y de la mínima intervención del Estado durante la crisis para así evitar el colapso económico y la recesión posterior, ha tenido que ir comiéndose sus teorías una a una acompañadas de gravy y mushy peas. De paso y de la misma sentada, ha tenido que tragarse su tradicional soberbia, propia de las clases dirigentes británicas desde los tiempos del Imperio. 
Flanqueado por sus asesores sanitarios, Johnson mantuvo una teoría con base científica que, sin embargo, ni los países vecinos ni las propias empresas locales, que empezaron a mandar a su gente a casa, parecían respaldar. El miedo general hizo subir la presión sobre el gobierno y los contagios en la Casa Real dispararon críticas y chistes. Boris Johnson, normalmente altivo y burlón, no solo tuvo que recular sino someterse al escarnio y al karma cuando anunció él mismo que había contraído la enfermedad; si la cosa se le complica, que esperemos que no ocurra, su biopic podría hacerlo sin problemas Monty Python.



La postura de Boris Johnson queda ahora muy debilitada y en su mente acelerada, propia de quien se cree mejor que el resto y digno de aparecer junto a Churchill en el Panteón de Grandes Hombres, ronda una idea macabra: ¿Qué ocurriría si enferma la Reina, ya anciana? ¿Podría morir? Y, en ese caso, ¿qué tipo de funeral tendría? ¿Un funeral a puerta cerrada, sin la pompa y circunstancia que merece la soberana que comenzó su reinado cuando aún existía el Imperio y salió victoriosa en varias guerras? ¿Sería Isabel II inhumada en petit comité y sin cámaras, rodeada de la familia más cercana y un notario como si fuera el contable de palacio o cualquier otro plebeyo? ¿Sería el entierro que el pueblo querría para su anciana reina? ¿Culparía el pueblo a Boris Johnson, el Primer Ministro irresponsable que por soberbia y testarudez permitió este disparate histórico? Y, además, después de esto, ¿qué? ¿Quién? ¿Carlos? ¿Henry? ¿Qué Primer Ministro querría salir en las fotos que ilustrarán para la Historia esta sucesión caricaturizable? Boris Johnson piensa y piensa esto y, mientras ve cómo su propio pelo rubio y arremolinado se vuelve de golpe blanco y lacio por la angustia y el remordimiento, maldice sus propios delirios de grandeza y su cabeza dura, cayendo de repente en la cuenta de que ni es tan listo ni tan diferente al pueblo al que desprecia en el fondo.



Al otro lado del Océano, su guía y mentor Donald Trump, también adalid del negacionismo y el pelillosalamarismo, ve cómo su país escala y escala puestos en las negras estadísticas de la pandemia hasta llegar a un preocupante segundo puesto. La enorme población estadounidense, lo abarrotado de algunas de sus ciudades y su sistema sanitario elitista e inviable para las clases trabajadoras hace pensar que en breve el país será, por fin, líder mundial en algo bajo su mandato

A estas alturas Trump ya no sabe bien por qué lado tirar: sus previsiones electorales, basadas en sus boyantes cifras económicas, han recibido un torpedo en plena línea de flotación en forma de crack bursátil y posible recesión. Sus inexistentes políticas sociales, sus absurdas formas que cada vez hartan más a propios y extraños y su tozudo negacionismo de todo lo que no le gusta empiezan a colmar la paciencia hasta de los más próximos. Si la pandemia se extiende con la velocidad que lo ha hecho en otros sitios y su sistema sanitario rechaza abrir la mano para tratar a los que no pueden pagarlo, las clases más desfavorecidas del centro del país, sus máximos valedores, pueden vivir una hecatombe. El golpe puede ser brutal tanto para la salud de la población como para el ánimo del país en su conjunto, que puede ver no solo cómo se le escapa entre los dedos la posición de primera potencia mundial en favor de China sino como la autoproclamada primera nación entre las naciones queda gravemente herida por la acción combinada de dos personajes que parecen de Barrio Sésamo: un pangolín resfriado y un señor naranja.



Más al sur, mientras el planeta se pregunta qué magnitud puede alcanzar la catástrofe cuando el virus haga presa en África y Sudamérica, el gobierno mexicano sigue como si la cosa no fuera con él, hablando de un mundo paralelo en el que no hay por qué preocuparse ni tomar medidas extremas. Tímidamente empieza a ceder la mano, pero la preocupación por los millones de mexicanos que no cuentan con el acceso necesario a una sanidad básica en caso de infección generalizada empieza a crecer no solo en el país sino en el resto del mundo. 
Esta actitud aparentemente irresponsable parece sin embargo el colmo de la prudencia cuando se compara con la que adopta el tercer espada del Negacionismo Orate, Jair Bolsonaro. Bolsonaro, presidente sin filtro, lamenta que vaya a morir gente pero dice que así es la vida, mala suerte, mejor mantener la economía en marcha y no preocuparse tanto por unos cuantos ancianos practicamente condenados. Bolsonaro dice lo que piensa mucha gente a la que esto le queda lejos, es decir, gente con medios para pagar hospitales privados, que vive en casas grandes con servicio en las que son los sirvientes los encargados de hacer las tareas que pueden conllevar riesgo de infección. Bolsonaro quita hierro al asunto pero no transmite la sensación de que lo haga en calidad de líder que pretende tranquilizar a la población, sino de millonario arrogante al que el sufrimiento ajeno se la trae al pairo. Su enorme ego terminará por convertirle no en el personaje histórico que ve en sus propios sueños sino en un villano de telenovela de esos con bigote y traje blanco.



La teoría de Bolsonaro, sin embargo, tiene el respaldo de algunos científicos que consideran que se ha sobre-reaccionado al problema. Para estos, que no quitan importancia a la enfermedad ni banalizan los efectos del virus, la verdadera causa de la situación no está en el contagio sino en el pánico desatado por la sobreinformación o por el excesivo alarmismo de los medios, que ha terminado por mandar al pueblo en tropel a las puertas de las urgencias hospitalarias. La mortalidad, dicen, es proporcionalmente baja y un análisis más riguroso de las poblaciones enfermas habría facilitado el aislamiento de los enfermos y el control de los brotes. Comparada la mortalidad con el número real de infectados, que suponen enorme, restan gravedad a los efectos y consideran desproporcionada la reacción de los Estados. Para los partidarios de esta postura, incluso asumiendo la falta de previsión general y la ausencia de recursos, no era necesario ni el parón absoluto de la economía ni la absurda carrera mundial por abastecerse de material sanitario en mercados como el chino, que ahora produce a pleno rendimiento para exportar mascarillas y guantes a los países que previamente importaron su virus, alimentando de paso nutritivas teorías de la conspiración. 

Estos científicos, muchos de ellos prestigiosos, habrían abogado por una gestión de un perfil más bajo, sin confinamientos masivos ni seguimientos al minuto por parte de todas las televisiones y medios digitales, confiando en la ciencia para encontrar una cura, en la sociedad para tener una reacción basada en la razón y no el miedo, y en las autoridades para liderar la gestión con calma y mano firme. 
Ese es precisamente el problema de esta teoría:  para que pueda llevarse a la práctica necesita medios de comunicación responsables, inversión en ciencia, ciudadanos razonables y líderes políticos con talento. No parece que nada de esto abunde estos días.



¿Y en España? Lo de España lo veremos ya mañana.

Mientras tanto, esperaremos el Gran Salto Adelante







Playlist para el día 14, gentileza de la interminablemente sabia Blanca DB: 
No more héroes




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