Diario del aislamiento Día 35: Ironías del presidio (VI)




Treinta y cinco días, ya va quedando menos para no sabemos bien qué, y mientras tanto siguen pasando cosas asombrosas que nos tragamos como si fueran normales.  



Medio mundo sigue metido en casa y las curvas se van aplanando más lentamente de lo que nos gustaría, lo que hace que se empiecen a notar síntomas de cansancio por tanta reclusión. La cosa se empieza a hacer bastante larga y no parece que haya noticias esperanzadoras que hagan pensar al ciudadano en pijama y calcetines que en breve hablaremos de cura, de vacuna o tratamiento. Por ahora el confinamiento parece la única manera de ir parando la ola y eso convierte el mensaje en bastante descorazonador.


En China, país originario al que las teorías de la conspiración y ciertos grupos políticos otorgan la autoría voluntaria de la pandemia, las cosas parecen ir recobrando la normalidad: vuelve la contaminación, vuelven las dudas sobre las cifras reportadas, vuelve la imagen de China como un país sin escrúpulos que ahora se forra a costa del aterrorizado Occidente, que acaba de caer en que quizás no fuera una buena idea renunciar a sus industrias más estratégicas y confiar en la importación masiva del baratísimo producto oriental a cambio de un mayor margen de beneficio. Ahora que la cosa va mal y hay que parar máquinas, los chinos aprovechan la situación y multiplican los precios por 50. Ay europeos, europeos, parecen decir en China, toda la vida pensando que erais más listos que el resto y no habéis visto venir cómo se iba dando la vuelta la tortilla. Ahora os toca pasar por caja, tragaros el ego, aguantar en vuestros países el aumento del discurso catastrofista, proteccionista y autárquico que pensasteis superado gracias a nuestras contaminantes fábricas de productos sin patente, no tenéis remedio, europeos. Pónganse en fila, dicen los chinos, anden, habrá para todos, no se me amontonen, vayan sacando los billetes, solo metálico, gracias, Vd, pase por aquí, si, el de los dos maletines llenos de dólares, Vd puede pasar antes que el resto, gracias.


Consciente de que la cosa se le va de las manos y de que la imagen de primera potencia mundial de los Estados Unidos está en jaque, su infantil presidente intenta un golpe audaz. Consciente de que los sondeos en los estados del centro le son favorables, se lanza a mandar mensajes que desvíen la atención de los miles de muertos que el país va sumando cada día. Primero es la OMS, a la que acusa de favorecer precisamente los intereses de los pérfidos chinos: Trump critica a la organización, le atribuye la culpa de la que siempre huye y le retira los fondos, como el niño gordo dueño del balón que se lo lleva a casa y así arruina el partido a los demás por no pasarle la pelota y dejarle meter gol. A sabiendas de que el americano medio lleva mucho peor que el resto de mortales que le digan que no puede salir de casa, por confundir prudencia y solidaridad con un atentado a la libertad más profunda, Trump anuncia un plan para terminar con el confinamiento cuando peor pintan los indicadores de gravedad de la pandemia, empezando la casa por el tejado como tanto gusta al peliteñido líder americano. Desafiando a la ciencia y casi burlándose de las medidas adoptadas por el resto del mundo, Trump anima a la gente a ir pensando en el día después y en la economía, mostrando los escrúpulos que le convirtieron en multimillonario y finalmente presidente con maneras de gañán cortijero; la medida funciona y sube en popularidad a la vez que sube la Wall Street, confirmando de una vez por todas que la bolsa es un indicador bastante inútil a la hora de medir la lógica. Por último, Trump ve cómo un ejercito de fieles red-necks se echan a las calles fusil en mano en ciertos estados para reclamar a los gobernadores demócratas el fin del confinamiento y la libertad para ir a la peluquería, el autocine y el almacén de armas. Sonriente, Trump no solo no llama al orden y a la calma ciudadana sino que envía tweets que se interpretan casi como una llamada velada a las armas, “Liberate Michigan”, “Liberate Minnesota”, “Liberate Virginia”. El jefe del estado llamando a la liberación por cualquier medio en aquellos estados en los que los suyos no gobiernan: si lo hiciera Maduro hoy tendríamos a Hermann Tersch mostrándonos su mejor versión.


Mientras, en España, parece bajar un poco el olor nauseabundo de los bulos y los gritos tras el espectáculo del pleno de Jueves Santo, un día que recordaremos muchos años como ejemplo del bochorno en el que se puede convertir este país. La fatiga parece hacer mella incluso entre los más radicales de ambos lados y se ve una reducción en el volumen de mensajes catastrofistas y premonitorios. Casi por arte de magia parece haber desaparecido tanto la amenaza inminente del cambio de régimen hacia una dictadura comunista como la inminencia del aplastamiento de la clase obrera por parte de comandos del Ibex. No obstante, algún comentario faltón y en momento poco afortunado sobre la república y la ropa que suele gastar el rey avivan temporalmente el fuego. Siguen, eso sí, las acusaciones de censura a Whatsapp (¿?) y a la televisión pública (que no ofrece algo muy distinto de lo que ofrecen las sensacionalistas televisiones privadas), y la actitud casi despectiva del gobierno (quizás apoyado por el asombroso estudio del CIS del que todo el mundo reniega). También siguen los llamamientos al luto y la curiosa forma de regatear la cuestión, los desplantes y malas formas de los portavoces de los partidos, los discursos circulares y meramente leídos, las mascarillas modelo Benemérita, las acusaciones boomerang que vienen desde las comunidades autónomas y a veces terminan por explotarles en la cara. Lamentablemente ya forma todo parte de un molesto ruido de fondo, un ruido ambiente como de campana extractora, como de nevera de esas que activan justo durante la siesta, como de alarma de coche que salta cuando pasa un camión cerca, ruidos molestos pero que, por familiares y localizados, uno termina por ignorar casi por higiene.


Las acusaciones recientes de mentir a la hora de publicar datos quedan sepultadas por la realidad: lo que ocurre realmente es que hay un caos monumental que impide saber el número preciso de enfermos y fallecidos, algo que parece básico y, sobre todo, algo sobre lo que se ha basado la lucha contra la epidemia y la acción de la ciudadanía. Al final resulta que las estadísticas, las curvas y las medidas se basan en datos que ahora se ponen en cuestión, con lo que la desorientación y el riesgo de volver a las cercanías de la casilla se vuelve real, dejando con cara de tontos a ciudadanos, científicos y estadísticos. Al final, no se sabe nada de lo que parecía ser lo único claro y eso, unido a las elevadísimas cifras de contagio entre sanitarios y las malas cifras que muestra España cuando se compara la incidencia de la enfermedad en términos de población, empieza a dejar sin argumentos a los defensores de la gestión de la pandemia. Y es que también en esto se reduce el debate a una cuestión de aritmética, de sumas y restas y reglas de tres, qué cosas.


Llegados a este punto, la sensación general es que el hastío, la ausencia de buenas noticias inmediatas y los malos ejemplos de algunos políticos con querencia al paseo mañanero unidos a la moderación de la curva basada en datos poco fiables se están convirtiendo en una especie de excusa general para ir relajando las cosas. La presión cada vez más intensa para que se deje salir a los niños, el descaro cada vez mayor con el que conocidos hablan de escapadas y trucos salta-confinamientos, los rumores sobre calendarios para “desescalar” las medidas (signifique lo que signifique “desescalar”, imaginamos que querrá decir rebajar, relajar, disminuir o hacer menos estricto) animan a la gente a pensar en algo de luz al final del túnel que vendría no tanto facilitada por la norma y la autoridad, sino por una especie de sutil revuelta de perfil bajo que dé por terminada de un plumazo la modélica respuesta de la ciudadanía, excepto por esas 650.000 propuestas de sanción que ha tenido que poner la policía.


El discurso se retuerce cuando viene de aquellos que denunciaban al gobierno por haber optado por reabrir parcialmente la economía antes de tiempo y ahora abogan por que les dejen salir a estirar las piernas, al menos a ellos. Pues yo voy me voy a casa del vecino, pues yo voy a bajar a los niños al jardín, pues yo voy a empezar a ir a la compra cuatro veces al día y al súper más lejano, pues yo voy a volver del trabajo parando en casa de mi hermana y si tu prefieres quedarte en casa y cumplir con lo que dice la norma allá tú, peor para ti. El runrún crece cada día e imaginamos que la autoridad estará preocupada pensando que si esto pasa a gran escala y en todas partes a la vez a ver quién es el guapo que le pone freno al pueblo desbocado dando paseítos con una bolsa de compra de mentira. A grandes males grandes remedios, parece pensar el inconsciente colectivo: a la calle, yo no puedo más con esto, a la mierda con esta mierda.


¿Son todas malas noticias? ¡No! Abriéndose paso con gran dificultad, resistiendo como la aldea gala, la mesura y la buena educación parecen asomar la cabecita en medio del estiércol. El descontento ante las formas chulescas de los portavoces de los partidos con más representación crece, Rufián modera su discurso y parece un buen chaval, algunos políticos rebajan el tono. Rita Maestre y Almeida protagonizan un momento sorprendente, casi emocionante, en el que dos personas mayores hablan respetuosamente en público como dos adultos ante un problema. Quizás haya esperanza, quizás los buenos modos y la cortesía, la última forma de transgresión, la próxima revolución amable, puedan desequilibrar la balanza del lado de la razón. Permanezcan atentos; eso sí, por favor, siempre por favor.


Playlist para el día 35, gentileza de la protestona Blanca DB: 
What's so funny about peace, love and understanding





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