Diario del aislamiento Día 46: Historia de dos canciones (I)
Cuarenta y seis días ya, y se empieza a notar que queda menos. También se nota el cansancio de la situación y el cansancio que producimos y que nos producen otros.
En 1968 un grupo de música tradicional escocesa llamado The Corries compuso una canción de aires folk y letra patriótica como las que se llevaban en el momento, aparentemente una canción más, una entre otras muchas. El tono era quizás tristón y algo derrotista a pesar de hablar de una de las pocas victorias de los escoceses sobre los ingleses, la del legendario rey escoces Robert the Bruce sobre el rey inglés Eduardo II en la batalla de Bannockburn. Una canción folk triste con video triste, una puesta en escena pelín cursilona y melancólica con sus ruinas y sus colinas verdes escocesas, casi un cliché.
La canción es tristona y el mensaje quizás también, pero tiene trampa. La letra homenajea a la Flor de Escocia, los mejores entre los escoceses, los que derrotaron al ejército de Eduardo II cuando nadie daba un duro por ellos. La flor y nata de las Highlands y las Lowlands, lo mejorcito de Escocia, vaya. En la batalla, durante la primera guerra de la independencia de Escocia, los escoceses repelieron al ejército inglés que había invadido su tierra poco antes. La batalla no resultó decisiva y la guerra duró otros 14 años, pero para los escoceses está marcada a fuego en su historia: es de las pocas veces en las que consiguieron enviar de vuelta a casa a su odiado vecino del sur, a los arrogantes ingleses que se han dedicado a hacer la vida imposible a escoceses, galeses e irlandeses aún más que al resto del mundo conocido. Quizás por eso, los escoceses recuerdan cada vez que pueden que en Bannockburn, Robert the Bruce hizo hincar la rodilla a su “Viejo Enemigo” y mando al rey inglés a sus tierras “a pensárselo de nuevo”, según dice la canción. Años antes, por cierto, Robert the Bruce había apoyado en su revuelta a un tal William Wallace, que les sonará.
Dentro de esta nostalgia casi de perdedor crónico, la canción esconde una amenaza. La letra de la segunda estrofa viene a decir algo así como “el pasado es el pasado y ahí debe quedarse, pero en cualquier momento podemos volver a levantarnos y volver a ser la nación que mandó de vuelta a casa al arrogante ejército del rey Eduardo”. The Corries, bucólicos e inofensivos en apariencia, deslizaron unos versos que, de haberse escrito hace tres o cuatros años en nuestro país, quizás hubiera acabado con el autor de la letra, Roy Williamson, delante de un juez.
A pesar de eso o precisamente por eso, la canción empezó a tomar una popularidad casi desproporcionada. “Flower of Scotland” empezó a hacerse fija en los pubs con música en vivo, donde era coreada por la parroquia alicorada por el efecto del whisky y la cerveza tostada. La pieza se convirtió en el “Asturias, patria querida” local y era una de las canciones favoritas para terminar las borracheras volviendo a casa haciendo eses y con la lengua de trapo. En un vídeo de Paolo Nutini que no consigo encontrar hay un ejemplo de esto.
Poco a poco la canción fue prendiendo también entre los escoceses serenos, incluso entre los mal vistos abstemios locales. Se cantaba en los pubs, se cantaba en las fiestas y en las bodas, y se empezó a cantar en las gradas. De todos es conocida la querencia de las aficiones británicas por cantar en los estadios, tanto de fútbol como de rugby. De hecho, muchos cronistas coinciden en que la primera vez que se cantó un himno en una grada fue en un partido de rugby a principio del siglo XX entre Gales y Nueva Zelanda: reacios a dejarse impresionar por la primitiva haka que, impulsada por los jugadores maoríes, ejecutaban los neozelandes, la afición galesa se arrancó a cantar “Tierra de nuestros padres”, el impresionante himno que los galeses, aficionados a los coros y la polifonía, ejecutan con solemnidad de coro militar y técnica de escolanía.
Los escoceses no iban a ser menos y añadieron “Flower of Scotland” a su repertorio rugbístico, hasta entonces dominado por “Bonnie Banks o’Loch Lomond”, una veterana canción tradicional escocesa que se cantaba en el rugby para pasar el rato y aprovechar la garganta calentita por el whisky. Tanto gustaba la canción que la Federación Escocesa de Rugby, la SRU, empezó a valorar que la canción se interpretara oficialmente antes de los partidos de su selección. En rugby, como en casi todos los deportes, los partidos internacionales empiezan con el himno nacional de los contendientes, algo que supone un doble problema para los escoceses. Por un lado, Escocia carece de himno oficial y su canción de referencia para estas cosas, en puridad, debería ser el himno del Reino Unido, “God Save the Queen”. Sin embargo, muchos en las islas lo identifican más con Inglaterra que con el resto de naciones que forman el Reino Unido. Por otro, una de las primeras versiones de la propia letra de “God Save the Queen” hacía referencia a la mano dura contra los rebeldes escoceses del Mariscal Wade, oficial del ejército inglés al servicio del rey Jorge I que, por cierto, participó en la Guerra de Sucesión española, esa de la que tanto se habla últimamente. El himno del reino contenía una referencia poco amable para uno de sus miembros, algo que por supuesto no hacía mucha gracia a los escoceses.
La idea de convertir “Flower of Scotland” en el himno oficial del equipo de rugby escoces nació a finales de los 70 con la idea de utilizarlo en partidos jugados en el hemisferio sur, pero no se hizo realidad hasta 1990. El debut no podía ser más apropiado: en Murrayfield, Edimburgo, en el último partido del Torneo de las 5 Naciones, contra Inglaterra. Los equipos se jugarían la Copa Calcutta, el trofeo más antiguo del mundo dentro del torneo más antiguo del mundo. Para más inri, los dos equipos llegaban imbatidos, con lo que se jugaban todo lo jugable: el Torneo, el Grand Slam, la Triple Corona y la Calcutta Cup. ¿El favorito? Inglaterra, por supuesto. Con un equipo histórico que iba a dominar el rugby del norte durante años, los ingleses se presentaban tras haber arrasado a Irlanda, Gales y Francia con un juego mezcla de potencia y talento. Escocia, por su parte, llegaba tras haber ganado a los mismos rivales pero siempre por márgenes escasos, con un equipo muy potente y sacrificado pero no tan brillante como el inglés.
Con Murrayfield abarrotado, los ingleses llegaron haciendo gala de su tradicional arrogancia ya desde el calentamiento. John Jeffrey, el “Tiburón Blanco”, mítico flanker escocés, cuenta cómo los ingleses calentaban poco, hablaban entre ellos y hasta con sus novias, se hacían fotos, se reían mirando a la grada. Los escoceses, sin embargo, hervían por dentro. Se sabían inferiores pero estaban en casa, Murrayfield estaba en combustión y tenían la oportunidad histórica de ganar a su enemigo íntimo, en casa, llevándose además un Grand Slam que no abundaba en las desangeladas vitrinas de trofeos de la SRU. Pocas de esas se viven, con suerte una en 100 años.
Como es tradicional los equipos se retiraron a sus vestuarios tras el calentamiento, se dieron las últimas consignas y, como manda el protocolo, el visitante saltó corriendo al campo, solo. La afición rugió al ver las camisetas blancas del enemigo y éste, confiado y arrogante, estiró un poco y se puso a esperar a los escoceses, sabiendo que les quedaba aproximadamente una hora y media para colgarse otra medalla. Los locales deberían salir también corriendo de un momento a otro por la salida del vestuario, ponerse en formación y escuchar ambos himnos. Pero los escoceses no salían. Algo pasaba: el capitán David Sole lo impedía: se había puesto en la puerta del vestuario, cerrando el paso a los suyos. “Escuchad esto, no salimos … esperamos un poco”. Murrayfield no sabía bien qué pasaba y el público rugía cada vez más, impaciente y casi rabioso. Tras unos minutos en los que los jugadores iban notando cómo el ambiente se iba caldeando, David Sole se giró y dio la orden de salir al campo. “Salimos, pero no corriendo. Salimos andando. Despacio.”. Entre una multitud enfervorizada y ante la mirada desconcertada de los ingleses, los escoceses salieron andando despacito, en fila, uno a uno. “Les miramos a los ojos y vimos que acababan de entender que se habían metido en el lugar equivocado”, dijo John Jeffrey años después. La tensión era máxima y quedaba la guinda: ese día, en esas circunstancias, sonó por primera vez en Murrayfield “Flower of Scotland”.
Escocia ganó el partido por poca diferencia de puntos, pero los suficientes para dar a su país su último Grand Slam. “Les ganamos en el himno”, dijeron los jugadores del cardo. De ese partido de 1990 y del estreno de “Flower of Scotland” se sigue hablando en los pubs de Edimburgo en día de partido grande. El mismo himno fue luego adoptado por el resto de selecciones escocesas y hoy se reconoce como himno oficioso del país. Esa canción tristona que envolvía una amenaza realizada por dos tipos con aspecto de no aguantar el primer asalto es el himno de un pueblo entero.
Más curioso aún para nuestros ojos y corazones ibéricos: “Flower of Scotland” se puede cantar con toda tranquilidad en Twickenham, la catedral del rugby inglés, cerca de Londres. Nadie le dirá nada al escocés que cante a voz en grito aquello de que en cualquier momento pueden levantarse, como Robert the Bruce en Bannockburn. La gente del rugby, teóricamente embrutecida por el alcohol y los placajes, asume con total naturalidad y educación que no todo el mundo piensa como ellos. Más importante aún, no consideran que esa disparidad de opiniones sea lo suficientemente importante como para que le arruinen un partido y una pinta de cerveza, algo que nos debería hacer pensar en estos días de fanatismos y divisiones.
Por cierto, para los aficionados al rugby, al deporte en general y para los que no lo son en absoluto: Flower of Scotland en Murrayfield es una de esas cosas que hay que ver al menos una vez en la vida.
Playlist para el día 46, gentileza de Blanca McOrcasitas DB:
Scotland the Brave
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